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Una guerra se puede perder el día siguiente de haberla ganado. Destruir el régimen tiránico de Tiagorda fue fácil, pero reconstruir un país entero es otra cuestión. Sin la temida policía secreta de la reina, el orden social se ha resquebrajado. La distribución de alimentos se ha visto interrumpida y una muchedumbre hambrienta se agolpa a las puertas de la antigua fortaleza, en la que has instalado tu gobierno.

En su momento te hizo gracia jugar a los soldados con personas de carne y hueso, pero ahora es un quebradero de cabeza que no tienes necesidad de sufrir. Como dijo aquel: que se ocupe otro.

Llamas a tu edecán. Le ordenas que convoque a los filósofos cuyos nombres le has apuntado en una lista. Cuando, horas después, los tienes ante ti, les informas de tu renuncia al gobierno, el cual delegas en ellos.

Recoges tus escasas pertenencias en un hatillo y partes con el sol naciente como testigo y el viento que azota la llanura como compañero.


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