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Las tropas de Tiagorda están tan enfrascadas en el combate, que podéis permitiros el lujo de asaltar la fortaleza de forma directa. Os deslizais hacia uno de los muros poco vigilados del castillo. Heráclito lanza la escala, que se clava a las almenas como las garras de un obeso sobre un crepe souzette.

- Excelente brazo - señalas a tu ayudante de campo, que ya trepa hacia arriba.

- Debe haberse matado a pajas - añade Houllebecq - y pensar que con esa mano me ha tocado en la cara...

Eres el último en subir por la cuerda. No te fías de la lealtad de Michelle. Una vez dentro, recorréis los fríos pasillos sin encontrar resistencia. Únicamente el salón real permanece custodiado por un par de guardias de los que se ocupa el escritor por iniciativa propia.

- Mi madre pelea mejor que vosotros escoria - escupe sobre los cuerpos magullados de los soldados.

Mientras Heráclito vigila por si acuden más soldados, abres las puertas de par en par. La reina, en su trono dorado, se muestra sorprendida por vuestra audacia. Algo va mal: no hay ni rastro de la conejita.

Houllebecq te echa a un lado y avanza hacia la oronda mujer cuya mirada se ha posado en el escritor ajena a todo lo que le rodea.

- A ver, ¿dónde está la zorra que me ha jodido las vacaciones?

Tiagorda se levanta como un resorte. Algo ha cambiado en su rostro. Su mirada transmite ternura, sus labios alegría. Si no fuera imposible, pensarías que se ha enamorado de él.

- Al fin un hombre que sabe tratarme. - suspira la reina aferrada a las espaldas de Michelle.

- Aparta gorda.

Empuja a la reina contra ti, haciéndote caer al suelo, con tan mala suerte que te golpeas la cabeza con una armadura, perdiendo el sentido durante unos instantes, hasta que poco a poco vas sintiéndote volver del limbo sensorial al que caíste.



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